Para los Catalanes, Castellanos, Salmantinos, y Españoles intolerantes.
El viajero llegó al Sur llamado por un viento cálido. El viajero provenía de la fria Meseta Central y conocía los aullidos helados del invierno. Había aprendido a refugiarse bajo un techo mientras el fuego contaba historias en las noches de cristal en las que las estrellas parecen mentira. La llamada del Sur era diferente a todo lo que había aprendido, los eneros como años grabados en la piel con hierros de escarcha, el lenguaje seco del frio. En el sur en cambio, había luz, mucha luz: la suficiente para cegar a generaciones enteras de hombres. El aire templado transportaba lienzos azules y relfejos amarillos. El viajero fue acogido en varias ciudades y descubrió que su idioma era el mismo, pero suavizado por un deje que invitaba a la confianza. Ojos negros, pelos lisos...
Allí conoció lo que fueron los dominios del árabe y entendió que los minaretes y las mezquitas y los castillos de muros rojos también le pertenecían. Degustó vino y comió pescado frito. Observó qeu aquellas personas eran tan aficionadas al color y la fiesta como aquellos a lso qeu había dejado en su tierra. Cantó y sonrió el dia que le llevaron a contemplar el punto en el que el Mediterraneo pugna por escapar de su encierro y salir a mar abierto.
El viajero decidió seguir el consejo de los vientos de Levante y partió hacia el ESte. El mar d elo spueblso antiguos recibió sus pasos en una alfombra de arena que rozaba el aliento de espuma de las aguas. Recorrió la costa hasta la pared de los Prineos y quedó asombrado y satisfecho. Sus oidos recibieron palabras de bienvenida en otros idiomas. El viajero entendió que también le pertenecian: reía mientras las nuevas sílabas llenaban de riquezas su mochila. Comió butifarra y paella, se deleitó con pan tumaca, fideuá y pesacos vestidos de aceite de oliva. Bailó junto a mujeres y hombres y asistió a fiestas fragorosas como tormentas. Al partir una luz extraña revoloteaba en el fondo de sus ojos.
Encansable, el viajero acudio a la llamada del Norte. Un coro de lluvias y vientos recibió la llegada del visitante. Descansó como nunca lo había hecho, protegidas las espaldas por gigantes de piedra cubiertos de bosques; la mirada aferrada a la proa del Cantábrico. Topó con nuevas lenguas y nuevos acentos y llegó al convencimiento de qeu las palabras de amor son dulces incluso en el más insólito de los idiomas. Paladeó vinos y sidras, comió lo imposible: carnes etéreas y sabrosas, pescados y mariscos arrancados de la mesa del mismísimo Poseidón, frutos procedentes de huertas umbrías y antiguas, criados con paciencia infinita por duendes viejos. El viajero atravesó decidido la tierra de la bruma para llegar a la forntera del Oeste, al lugar donde sus habitantes hablan y cantan, cantan y hablan, al confín en el que el mundo acaba: el finis terrae. En aquel lugar el Atlántico le entregó el horizonte, y él entendió que también le pertenecía.
Cuando regresó a casa, la llenó de palabras e imágentes, de hombres, mujeres y sabores. Relató sus aventuras a quien qu iso escuchar. Muchos le dieron la espalda: despreciaron las riquezas que el viajero ofrecía, por lejanas, por diferentes a la norma y a la vieja unidad. Tenían miedo. Solo unos pocos escucharon la respiración lejana del océano y vieron la línea que separa los azules....
1 comentario
Núria -
Besooteeesss campeon!!